jueves, 23 de agosto de 2012

¿Comer solo? Vete tú a saber.


Hoy me han sonreído. Ha sido una sonrisa cómplice, comprensiva y sobre todo, desconocida. Ese entrever de dientes podía haberse perdido en la vorágine de datos y hechos sin importancia que me vienen golpeando desde que sonó el despertador a las seis de la mañana, pero no lo ha hecho y aquí estoy, manos al teclado.
Cada día respiro hondo y me lanzo al mundo sintiéndome un concursante de Battle Royale armado únicamente con palabras que siempre se pierden en el trayecto cerebro-boca. Creo que justo antes de hablar cojo aire tan fuertemente que la mala hostia que impregna el aire empuja toda mi elocuencia, manteniéndola suspendida, aferrada a la úvula. Entonces me cuestiono todo, de contenido a prosodia, y en tal confusión degluto –en lugar de inspirar- y me privo del «toma ya» de turno. Huelga decir que se me indigesta tanto vinagre y se me queda cara de náusea. Sé reaccionar. Conozco la teoría. Me faltan reflejos. Me sobran los «tenía que haber dicho». A veces los apilo en la memoria y terminan cayendo por falta de cuidado. El problema es que se desparraman por el suelo y cuando quiero hacer limpieza terminan desparejados, transformados en realidad y anécdota. Así me convierto en un tío con respuesta para todo. A saber cuántas veces me han preguntado «y entonces qué dijiste», y como he tenido que esquivar cajas ciscadas sin ton ni son en mis recuerdos, me he quedado mirando polen volante, pensando que, si no me creo yo, mi interlocutor o interlocutora no me creerá ni de coña. Claro que, ¿quién me dice a mí que mi acompañante ha contado alguna verdad segura en lo que va de conversación? De «qué tal» en adelante, todo puede ser mentira. Peor todavía, si hablo con una amiga o amigo, ninguno de los dos va a contar falsedades a propósito –espero-. Es más, si la boca disfraza a la mente y la mente no distingue entre realidad y ficción, sólo puedo fiarme de los hechos –siempre y cuando sea testigo-.
Todo esto lo pongo en papel ahora, pero siempre he procurado escuchar sin creer cada crítica sobre terceras personas. Creo. Vete tú a saber. El caso es que los hechos reseñables de hoy se han limitado al robo de bolígrafo y portaminas del cual he sido víctima –quizá por error, no puedo juzgar porque ha sucedido durante una breve ausencia- y una sonrisa agradable.
Caminaba bocadillo en mano en busca de un banco que ofreciese buenas vistas en mitad del campus. Como solía encantarme ver series de televisión americanas, mis conceptos sobre costumbres locales tienden a utilizar plantillas basadas en coincidencias entre, por ejemplo: Seinfeld, Friends o Vivir con Mr. Cooper. En mi lista antropológica-social de «DOs» y «DON’Ts» figura, y es de las primeras, el asunto de comer solo. Vivimos en un mundo simplificado, producto de un totalitarismo mediático que trata a los seres humanos como perretes. Las revistas eligen ejemplos estéticos por y a pesar de mí, para calificar sus actividades anodinas como pasables o, por el contrario: «ARGH». ¿Qué significa eso? ¿Volvemos a los gruñidos? Volvamos, por si el problema radica en que quienes califican son también un poco animales. Vuestra actitud es reprobable, o mejor dicho: «GRRRR», que lo sepáis.
Vuelvo a mi bocadillo. Pensaba, «¿seré el único que come solo?». No lo era –o soy-, ya que en un banco, una chica se comía una ensalada de pasta sin apartar los ojos de la comida, como evitando miradas. Supongo que si la mirada de otra persona no te lo recuerda, la soledad que se experimenta en una multitud no es tan pesada. Te preguntas «¿qué haces?», y como ves un tenedor y un tupper, contestas: «comer, claro». Sin embargo, al quitar el zoom se amplía el contexto, y por ende, la respuesta. «¿Qué haces?» «Comer sola/o»
Encontré un buen banco, con vistas a rascacielos como barrotes. El mundo siempre está más allá del exceso de las metrópolis. La boca miente. Los ojos… no tanto. El bocata me duró dos suspiros. Recogí los desperdicios y me di la vuelta. Allí estaba mi compañera de soledades, mirándome. Le devolví la mirada y no se ocultó como lo había hecho en el banco. Sonrió. Le sonreí. Pensó que ya no había comido sola, supongo. O se estaba ajustando la chancla, vete tú a saber. Vuelvo a pecar de lo mismo, pensar que entiendo a los demás. Sea como fuere, hoy no he comido solo. Creo recordar.